domingo, 5 de septiembre de 2021

EL CERRO DE LOS ESPÍRITUS

 

Hace dos años, cuando trabajaba en una reserva natural, ocurrió algo que me sigue trasnochando. Necesito narrar lo que presencié en aquella reserva (mientras ejercía mi profesión de biólogo), antes de que me acalle el cáncer que padezco.

Eran apenas las 7 PM. Con un grupo de colegas tuve que ir a instalar cámaras nocturnas, en un pequeño cerro que lleva por nombre: “Cerro Colorado”. Hasta la fecha no sé por qué lo llaman así. Los indígenas que habitan esas tierras le tienen otro nombre, que traducido al español, significa: “el cerro de los espíritus”.

Todavía recuerdo la imponente luna llena que se erigía sobre el bosque y el cerro. Saliendo de la cabaña donde me alojaba, veía esa luna pomposa. 

Aquella noche bajé en dirección al cerro, acompañado de mis colegas. De guía teníamos a un joven indígena que al parecer vivía en la aldea más cercana. Era común para nosotros tener a los aldeanos de guías; ya que son los guardianes de la reserva y conocen mejor que nadie el área. Los identificábamos por sus vestimentas. 

Portando nuestras linternas, nos movilizamos con la iluminación extra que nos otorgaba la luna. Después de andar por un terreno despejado, tuvimos que adentrarnos al espeso bosque (propio de un clima tropical húmedo). Lodo, hojarascas y ramas caídas: era lo que pisábamos con cada paso, cortando arbustos; teniendo machete en mano, a través de estrechos senderos que conducían al Cerro Colorado. Escuchaba en el trayecto, variedades de insectos, algunas aves y especies de monos. Los bosques como en las ciudades, son otro mundo al caer el sol.

Me encontré con dificultades que son gajes del oficio. Junto a mis colegas y el joven, crucé empinados senderos, bajadas peligrosas, y troncos que servían de puentes para cruzar arroyos que alguna vez fueron caudalosos. Sentía en esa ocasión el típico calor mezclado con humedad que atraía a mi sudorosa piel: enjambres de mosquitos. Agotarse, sudar a chorros, ser picado por mosquitos; responden a tres cosas inevitables en la reserva.

Finalmente llegamos al cerro. Mi trabajo allí apenas comenzaba. Fue entonces cuando las cosas se pusieron raras. La luna llena terminó opacada por las nubes. A ninguno de mis compañeros le importó mucho (ni  a mí). Pensé que pronto iba a llover y que nos tocaba apresurarnos. Sin embargo, el joven aseguró que la oscuridad repentina de esa noche, era anormal. Nadie le hizo caso. Se debían instalar las cámaras (esa era la prioridad). Corría el tiempo; todavía estábamos trabajando. Otra vez el joven insistió en decir que la oscuridad de esa noche no era normal. Dijo que debíamos marcharnos. Traté de calmarlo, cuando al momento: las lámparas frontales que portábamos, se apagaron, y las radios se encendieron; emitiendo señales con interferencias.

Repetidas veces traté de encender mi lámpara y apagar mi radio. Estaban en las mismas mis compañeros. Al rato escuchamos un cántico. Cesó el alboroto del instante, y nos callamos; desconociendo lo que ocurría. Pasé de estar inquieto a estar inmóvil. Inexplicablemente, después de que terminó el cántico, las lámparas se encendieron, y pudimos apagar nuestras radios de comunicación. Me percaté de que el cántico había sido realizado por el aldeano. Explicó que tuvo que realizarlo para ahuyentar a los espíritus malignos del cerro. Brevemente nos contó que en el cerro habitan los espíritus de aquellos que murieron protegiendo la vida de la reserva, y los espíritus de aquellos que murieron, dañándola.

Decidimos marcharnos; respetando su creencia. Hablamos sobre lo ocurrido, tratando de hallarle una explicación lógica. Pensé que ya no iba a haber sorpresas. Lo que pasó luego, sigue poniéndome los pelos de punta. 

Bajando, ya cerca de la salida, vi dos niños, próximos al arroyo que debíamos pasar. Creí que me estaba volviendo loco, o que quizás era una broma de mal gusto. Los niños parecían estar jugando. En la medida que me acercaba a ellos, no lograba ver sus facciones (el resplandor de las linternas mostraba dos siluetas). Sus apariencias eran irreconocibles. A gritos mis compañeros y yo los saludamos. Dejaron de jugar, se voltearon a vernos, para repentinamente desvanecerse. Presenciar eso fue tremendo. La respuesta del joven, ante ese avistamiento, daba a entender de que los niños que vimos eran espíritus benévolos. Recalcó nuevamente la urgencia de salir del cerro.

Volví a la cabaña con mis colegas, siguiendo la misma ruta que usamos para llegar al Cerro Colorado. El cielo nocturno empezó a despejarse; la luna llena volvió a ser vistosa. Callado volví a la cabaña; callados estábamos todos. Sentados en el corredor de la cabaña, invitamos adentro al joven, pero este dijo que debía volver a su hogar. Lo vimos adentrarse en lo oscuro, y nos saltó la curiosidad de saber quién era. Aquella incógnita lo pensamos en alto.

Mis compañeros y yo, decidimos visitar la aldea (al día siguiente), a como lo hacíamos de costumbre. El jefe de la aldea nos concedió una visita a su casa. Charlamos acerca de varias temáticas relacionadas con la reserva; hasta que la intriga le ganó a uno de mis compañeros. Preguntó sobre el muchacho, y nos dimos cuenta de que nadie salió a esas horas con la aprobación del jefe; quien pidió una descripción del sujeto. Describimos su físico, su atuendo y algunas de sus manías. Llevaba un collar similar al del jefe, quien inmediatamente se levantó y abrió un  cajón de madera. Sacó del cajón una foto enmarcada que alzó, inmutado. Era el mismo tipo que vimos. Confirmamos que era él; con asombro, ya que el jefe de la aldea nos mostraba una genuina fotografía vintage

Pensativo, el jefe nos preguntó si estábamos seguros de haberlo visto anoche. Le afirmé que era el mismo joven, con el mismo collar. Quedó mirándonos, y medio sonrío. Aclaró que el de la foto es su hermano mayor, quien pereció en una encarnecida guerra contra colonos sanguinarios que querrían apoderarse del territorio ancestral de su Pueblo, hace sesenta años. Palidecí y no fui el único.


©2021, G.D. Romill. 

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